De entre las rocas de color ocre que dormían dispersas sobre la abrasante arena del desierto, había una que destacaba por su color verdusco, semienterrada entre la sombra de un arbusto raquítico y enano que apenas se sostenía. Cuando el viejo comerciante de alfombras al pasar la miró, dudó un momento y se detuvo, se apartó de la terracería y en un intento por hacer rodar la roca, la golpeó con la parte abultada de la raíz seca que le servía de bastón. Tras unos segundos, de un extremo la roca resopló un aire morado salpicado de arena, la roca con un movimiento lento y trémulo se levantó.
Era una tortuga, que al sacar la cabeza del caparazón, abrió y cerro el hocico, volteó lentamente para ver al comerciante que asombrado e inmóvil también la miraba, de los pequeños y agrios ojos de la tortuga corrieron gruesas lágrimas, la tortuga volvió recogerse y murió. El caparazón se resquebrajó con un sonido seco como cuando se parte una rama, el sonido se dispersó entre el aire caliente que respiraba la arena. El comerciante después de meditar un poco y comprender su error, se entristeció por haber matado al animal, al momento en que se inclinó para levantar los restos de la tortuga, del centro del caparazón comenzó a salir agua a borbotones, el comerciante confundido, sin apartar la mirada se alejó dando un par de pasos hacía atrás y sin saber exactamente porqué, sintió un frió en los huesos por el temor que le causó el extraño evento, así que retomó el camino a paso apresurado en dirección a la aldea.
Cuando llegó a la carpa que tenía por hogar ya estaba oscureciendo, y entre café y cigarros le contó a su esposa lo sucedido. La anciana le escuchaba en silencio, sin dejar de hacer con parsimonia y aparente indiferencia labores en la cocina, por fin se sentó al lado de su esposo para beber su taza café, hizo una mueca; el café estaba frío. Respiró profundamente y le dijo: —Tenemos que irnos de la aldea esta misma noche. Los cansados ojos del esposo primero miraron las calladas arrugas de su esposa, después a la luz ámbar de la lámpara de aceite, que se refractaba en una esfera irregular en el líquido oscuro del café. —Sí—... —contestó por fin.

Entraron hasta el fondo de la pequeña cueva en la cima de la montaña, ya estaba por amanecer, habían caminado toda la noche, tendieron una alfombra delgada en el piso donde se sentaron, la anciana sacó de su morral una pulpa aplanada de color marrón, blanda pero firme, la separó por la mitad con las manos y le dio una a su esposo. Después de terminar de comer la masa, se acostaron, se miraron nerviosamente y se cubrieron hasta la cabeza con otra tela delgada y blanca, como se hace con los muertos.

El primero en despertar fue él, abrió los ojos para ver la oscuridad, después el vacío se llenó de puntos verdes y azul eléctrico, poco a poco aparecieron manchas amarillas y blancas, después los demás colores, se quitó con desesperación la tela que lo cubría, se incorporó sobre los codos, pero de inmediato cayó débil, sintió un terrible mareo, la boca amarga y seca. Su mente comenzó a despejarse y el mareo bajo de intensidad poco a poco, cuando se sintió con la fuerza suficiente se levantó lentamente, tenía todo el cuerpo rígido y le dolía. Vio a su esposa todavía acostada e inmóvil, no tuvo el valor para despertarla, siguió casi instintivamente el olor de la brisa que entraba desde afuera. Cuando por fin sus ojos se adaptaron a la luz del exterior, miró en derredor y quedó completamente fascinado. Un interminable mar azul se extendía bajo la montaña, más allá de donde sus ojos podían ver, el olor húmedo, caliente y salado del aire golpearon su rostro. Como la primera vez que se ve el mar, el anciano estaba embelesado con la agitación y ruido de las olas, las gaviotas, las pequeñas embarcaciones que pescaban a lo lejos. Después de varios minutos, escuchó el crujir de la hierba seca a su espalda, volteó y miró a su esposa, creyó ver en ella algo que hace muchos años no veía; su sonrisa.

Continuaron así por varios minutos más. Con un dejo de triste melancolía, recordando que habían dejado atrás a su amigos, familia, carpa y su rutina. Habían pasado más de mil años; había nacido el mar. Comenzaron a descender la montaña llenos de incertidumbre.

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