Estaba en mi cuarto y mordí un mango, pero en lugar del jugo y fibra acidulce, salió una pequeña nube con el cabello largo. Flotó por la habitación y salió por la ventana a carcajadas. Corrí tras ella, pero al final de la calle caí en un profundo despeñadero. Como el aire era pesado, caí en cámara lenta, cuando llegué al fondo ya era de noche.

Las rocas eran toscas, porosas, muy agresivas, pero había una piedra grande y aplanada, donde en un extremo había un caracol de jardín dentro de su concha, del tamaño de mi puño. Me acuclillé en el extremo opuesto, y sin parpadear durante tres días lo miré fijamente. Al primer minuto del cuarto día, el caracol se asomó lentamente como una gruesa y húmeda lengua morada. Me dio las gracias y preguntó que si me gustaría que lloviera, le dije que sí y comenzó a llover. Primero caían de manera dispersa grandes bolas de fuego azul, después finas gotas de auroras boreales. Le tiré un chorrito de baba en el ojo izquierdo, porque así se le dan las gracias a los caracoles. Me quité el calzado y caminé por el fangoso cauce de un arrollo de corriente muda, en el fondo del despeñadero.

Llegué a una bifurcación, donde vi a un anciano sin dientes que sonreía colgado en una alta cruz que estaba destinada para espantapájaros. Me ofreció caña y acepté. Se bajó con mucha agilidad y de un costal sacó una caña, la peló con las uñas como si fuera un durazno y la partió por la mitad. Me contó que no tenía casa y que usaba la cruz del espantapájaros para dormir todas las noches. Comimos caña hasta que amaneció.

Caminé sin parar durante dieciocho veintenas más cinco días, estaba cansado y me quedé dormido al borde del camino. Por la mañana antes de salir el sol, pasó una anciana de trenza que le llegaba hasta el suelo, me amarré la trenza al cuello sin que se diera cuenta, y ella me arrastro por tres días. Cuando la anciana se cansó de arrastrarme, sacó un pequeño cuchillo muy filoso y se cortó la trenza por la base. Nunca le vi la cara.

Seguí caminando, llegué a una pequeña comunidad y me encontré a un pescador. Le dije que tenía hambre y me contestó que lo siguiera. Nos subimos a una chalupa y remamos hasta el centro de un lago, lanzó una pesada red sobre el agua tibia, unos minutos después sacó la red, todo lo que pescó era una mecedora de mimbre. Remamos de regreso y caminamos hasta la comunidad, se sentó en la silla mojada y me dijo que no tenía nada para darme de comer, pero me regaló un sombrero. Seguí mi camino.

Por fin dejó de llover, el camino olía a flores rojas y moradas. Platiqué con muchas piedras y otros animales. Hasta que detrás de unas espinas distraídas, encontré la nube. Ya era mayor pero seguía riendo. Me levantó fácilmente con los pulgares, me puso frente a su boca y con el aliento de las risas, salí disparado por el aire, hasta caer frente a la puerta de mi casa. Entré a mi cuarto, había más mangos, también granadas y pitayas; pero dejé todo para otro día.

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