En el mantenimiento de las vías férreas, un hombre resbaló por un pequeño desfiladero. Probablemente habría sobrevivido a la caída, si no fuera porque el pesado mazo con el que trabajaba, le golpeó sordamente en el entrecejo. Murió al instante.

La esposa trabaja lavando ajeno en una comunidad pobre, instalada de manera ilegal e improvisada en las afueras de la ciudad. Una comunidad donde no habita el diablo, pero sí, todos sus demonios. El sol intolerante hacía crujir la casa, agrietaba los gastados retazos de láminas de asbesto, pandeando los muros de cartón, en un caluroso mes de agosto.
Tendía las sábanas percudidas en lazos que colgaban entre unos postes oxidados. Mientras su hijo de apenas dos años, se encontraba amarrado del tobillo izquierdo a una piedra, cerca de un gran lavadero construido a unos metros de la vivienda. La única estructura de material con la que contaban.

El efecto "Fata Morgana" se presentaba entre los montículos de desperdicio y otras viviendas que componen la localidad. Una deforme sombra semejante a un espectro enano, avanzaba lentamente desde lejos. Apenas audible, un grito se mezclaba con el zumbido de chicharras y ladridos de perros. La mujer no le dio importancia, estaba agotada de cargar cubetas con agua para llenar la pila del lavadero, desde el río contaminado que bordeaba la comunidad por el costado este. Hizo una pausa, mirando fijamente una corona irregular de color ocre en la sábana recién tendida. Era necesario volver a lavar, pero ya no tenía jabón, sintió una ligera náusea.

Giró la cabeza mirando a su hijo, se molestó al ver al pequeño darse un festín, comiendo la tierra de ladrillos liberada al rascarlos. Dejó la ropa, caminó apresurada al bebé, lo sentó de mala forma en el lavadero. El niño comenzó a llorar desaforadamente, mientras le lavaba las manos y boca. Observó que el lejano espectro tomó forma, era una vecina que le repetía a gritos: "¡Tu esposo está muerto!", "¡Está allá abajo!". Señalando al inicio de la carretera, donde daba inicio la comunidad. Una vez que se aseguró que el mensaje había llegado, el espectro, su vecina; dio media vuelta sin esperar a la mujer. Estaba más interesada en ver el cadáver, que en cualquier forma de ayuda.

La mujer quedó paralizada, le costó trabajo digerir aquellas palabras escupidas sin tacto. Aturdida por los gritos del bebé, agotada por el esfuerzo del trabajo, cegada por el exceso de luz; la desesperante comezón en el cuero cabelludo por el sudor, la ropa que picaba. Sintió una frialdad terrible en los huesos, un mareo, todo a su vista se oscureció, las fuerzas le abandonaban hasta que por fin, se desvaneció.

Pasó un buen rato antes de que llegaran algunos vecinos a la vivienda de la mujer. Extrañados al no ver que llegaba. Encontraron a la mujer arrodillada en la tierra, abrazaba fuertemente a su bebé. Con el rostro desencajado en una obscena mueca, por quién es visitado por la locura. Con gran esfuerzo y varios intentos, lograron levantarla, pero la mujer se aferraba a no cambiar de postura jamás. Los vecinos intentaban quitarle al bebé, para evitar que le hiciera algún tipo de daño, pero se dieron cuenta que era inútil; ya nadie podría hacerle daño. El cuerpo del bebé aún chorreaba agua; ahogado. Los vecinos se atrevieron únicamente a desatarlo.

Por primera vez en un buen tiempo, todo quedó completamente mudo. Un onda fétida, aroma a descomposición y basura se asentaba en el lugar. Una lata de sardinas hacía la función de palangana, que desde la oscura pila, se escuchó chocar el metal con las paredes haciendo un eco. La lata de sardinas flotaba suavemente, de allá para acá, indiferente, con un sonido y movimiento relajante, una sensación de finita tranquilidad. Algo que no pertenece a ese lugar.

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